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(Un extracto de La Historia de Jesucristo )
"Pilatos dijo a los grandes sacerdotes y a la gente: —No encuentro ninguna culpa en
este hombre—. Pero ellos insistían diciendo: —Subleva al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde empezó, hasta aquí—. Pilatos, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo, y al saber que era de la jurisdicción de Herodes, le mandó ante Herodes, que estaba también en Jerusalén en esos días. Herodes, al ver a Jesús, se alegró mucho, pues desde hacía bastante tiempo deseaba verle por lo que oía de él, y tenía esperanza de verle hacer algún milagro. Le interrogó entonces, con muchas palabras, pero Jesús no le contestó nada. Se presentaron luego allí los grandes sacerdotes y los sabios, acusándole con empeño. Herodes, entonces, le trató con desprecio y se burló de él, junto con los de su escolta, y se lo volvió a mandar a Pilatos, vistiéndole un manto esplendoroso. Y en ese día, se hicieron amigos Herodes y Pilatos, pues antes estaban enemistados entre sí." (Lc, 23,4-12)
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Primera observación. Cuando Caifás, gran sacerdote, interroga a Jesús, éste le...
responde claramente, proclamando su origen divino y su eterna judicatura. Cuando Pilatos, gobernador, le interroga, él responde no menos claramente afirmando su realeza sobrenatural y de verdad. Pero Herodes no conseguirá sacarle a Jesús una palabra, ni una sola.
Ahora bien, Jesús había hablado mucho en su vida, y lo menos que se puede decir es
que no era muy exigente sobre la calidad social de sus interlocutores; verdaderamente,
hablaba con cualquiera. Habló con los pobres, habló con los ricos, habló sobre todo con los judíos, pero también con los paganos cuando se presentó la ocasión, y con los samaritanos, los hermanos enemigos de los judíos, habló con los hombres, habló con las mujeres, habló con su madre, que no tenía pecado, y habló, con la misma cortesía, con pecadoras públicas; habló sobre todo con los ignorantes, pero a veces habló con sabios; habló con pescadores del lago y con soldados, habló con Juan Bautista, el profeta, pero también habló con los fariseos, dijo pestes contra ellos, pero les habló, habló con judas, y hasta el último momento le llamó su amigo. Incluso habló con el Diablo. En la cruz, hablará con un bandido. Sólo a Herodes no tiene nada que decirle. A los que se llaman "gentes de mundo", Jesús no tiene nada que decirles.
Lo que se llama "el mundo", ¿está condenado desde aquí abajo? Ni siquiera Jesús
puede comunicar con él. ¡Ah! desconfío de las geografías sociales de fronteras muy marcadas.
Es cierto que una verdadera duquesa está naturalmente dotada para la frivolidad. Puede ocurrir también que una cierta apariencia de frivolidad sea la forma de su pudor y a veces de su heroísmo. Aquí se trata de una frivolidad, que, aun siendo mas corriente en cierta clase social, no es exclusiva suya; se trata de cierta frivolidad que borra en el hombre el sentido de la responsabilidad—. En ese sentido, la respuesta de Caín a Dios: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?" Es una respuesta frívola, una réplica a lo Proust. Conozco graves eclesiásticos, militares llenos de medallas, académicos galoneados, aún más frívolos que viejas cotorras mundanas absolutamente curtidas.
La frivolidad es una ceguera del alma y un ensordecimiento del corazón, cuyo primer
efecto es suprimir la existencia del prójimo. Si Jesús no dice nada a Herodes, es que Herodes no podía oír nada. En ese día largo y atroz, se nota que algo ha pasado entre Jesús y Caifás, entre Jesús y Pilatos, pero entre Jesús y Herodes, nada, no ha pasado absolutamente nada. Ni siquiera ha habido contacto. La mundanidad aprisiona el espíritu en un circulo extremadamente estrecho de referencias a intereses extremadamente limitados y superficiales.
La cualidad de Jesús estaba por fuerza fuera de ese circulo mágico: ¿cómo habría podido tener Herodes incluso una vaga idea, una vaga sospecha de lo que era Jesús? En realidad, y hablando muy estrictamente, Jesús no fue para Herodes más que una ocasión de divertirse, si bien excepcional.
Lucas escribe que Herodes esperaba ver a Jesús hacer algún milagro. Pero ¿qué idea
podía hacerse del milagro ese príncipe mundano? La mundanidad degrada el corazón, pero también envilece la inteligencia. Para Herodes, un milagro era una acción deslumbrante, capaz de distraerle unos instantes, y nada más que eso. Pues el único mal, el único pecado que reconocen las gentes mundanas es el aburrimiento: son los puritanos del aburrimiento. Todo, o sea cualquier cosa, aun el fin del mundo, pero no hay que aburrirse a ninguna costa. Pero entonces, para no aburrirse, son capaces de remover cielo y tierra; no hay que desconocer la prodigiosa energía de la gente de mundo, su indomable corazón de toro.
Es verdad que, a lo largo de esa mañana interminable, nunca estuvo Jesús tan cerca de obtener su gracia (¿su "gracia"?) y escapar a la muerte. Si hubiera consentido en convertirse en el bufón de Herodes, en su taumaturgo diplomado, todos los cortesanos se habrían coaligado a su favor y alrededor de él. La gente del mundo es incapaz de plantearse siquiera la cuestión de la inocencia y de la culpabilidad de un hombre, pero uno que divierte es sagrado para ellos y nunca le dejarán caer. Los mismos feroces fariseos, esos perros en el acoso, se hubieran visto obligados a soltar su presa sólo con que Jesús hubiera consentido en volverse un histrión.
¿Y Jesús, en todo eso? Continuaba callando. El Evangelio nos dice que el rey le hizo
numerosas preguntas, él no se tomó la molestia de responder a ninguna. Quizá ni siquiera las oyó. Su silencio es un doble silencio, un silencio por ausencia de respuesta, pero un silencio también sobre la pregunta que no le llegaba hasta él. En toda su vida terrestre, ésa es la única vez en que se siente a Jesús ausente. Ese hombre tan intensamente presente en su tiempo, en su pueblo, en la conciencia de cada uno de sus interlocutores (y nosotros lo somos), en toda la historia del mundo y en la eternidad, aquí ante Herodes, está ausente es prodigioso; ya no hay hombre. ¿De quién es la culpa? Hay que ser dos para que haya ausencia. Aunque basta muy poco para que Jesús se haga presente, ese poco no lo tenía Herodes, no daba el peso. Imagino la mirada de Jesús posada en ese rey de pacotilla, atravesándole de parte a parte y no viendo del personaje más que el respaldo del trono en que estaba sentado.
Los cortesanos debieron murmurar y hablar de insolencia inaudita. Alguno salvó a
Jesús de un inminente acceso de cólera sugiriendo que quizás estaba loco. Entonces todo se acabó enseguida. En burla, revistieron a Jesús con un ropaje espléndido, se lo volvieron a mandar a Pilatos y pasaron a otras diversiones.
Me he entretenido en este episodio, quizás es que me fascina como advertencia
personal. Yo también, a mi vez, me encamino poco a poco a la vejez, edad elegida de la frivolidad, yo también me sorprendo tomando aires graves. Aunque no sea propenso al miedo, tengo ese miedo, que Jesucristo se me vuelva ausente, que ni siquiera oiga mis preguntas y que un día su mirada me atraviese sin verme.
No se da todo su valor a la frivolidad: consume cuanto toca. Puede llevar a la
blasfemia más sórdida. El rey Herodes comparte con los parientes de Jesús —pero ¿acaso no es también la frivolidad una propensión de las familias?— el horrible privilegio de haber tratado de loco al que es la Sabiduría. Es la Sabiduría y se le trata de loca. Es la Palabra, y se calla. Es taumaturgo también; bien sabe Dios si, a lo largo de toda su vida pública, no han llovido a chaparrones los milagros a su alrededor. Aquí, sequía total, cielo de bronce. Cuidado con la manera como pidamos milagros, cosa que le pasa a todo el mundo, aun a los incrédulos. Un milagro nunca se concede a la frivolidad. ¡Hay que decirlo! Ese rechazo de Jesús a Herodes da una idea singular y preciosa de lo que entendía Jesús por milagro. El milagro es el sello del rey. No se confía a manos impertinentes y fútiles los sellos del reino.
Dios te bendiga !
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