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II. — CAYCE
Edgard Cayce
murió el 5 de enero de 1945, llevándose un secreto que ni él mismo
había podido penetrar y que le asustó toda la vida. La Fundación Edgar
Cayce, de Virginia Beach, que cuenta con médicos y con psicólogos,
prosigue el análisis de los legajos. Desde
1958, los estudios sobre la clarividencia gozan en América de créditos
importantes. Es que se piensa en los
servicios que podrían prestar, en el
terreno militar, los hombres aptos para
la telepatía y la precognición. Entre todos los casos de clarividencia,
el de Cayce es el más puro,
el más evidente y el más extraordinario.1
El pequeño
Edgard Cayce estaba muy enfermo. El médico rural estaba a la cabecera de su lecho.
No había manera de sacar al muchacho de su estado de coma. De pronto,
bruscamente, sonó la voz de Edgard, clara y tranquila. Y, sin embargo,
dormía. «Le diré lo que tengo. He recibido un golpe en la columna vertebral con
una pelota de béisbol. Hay que hacer una cataplasma especial y aplicármela en la
base del cuello.» Con la misma voz, el chiquillo dictó la lista de plantas
que había que mezclar y preparar. «Deprisa, pues el cerebro está en
peligro de ser alcanzado.»
Por si acaso,
le obedecieron. Por la noche, había cedido la fiebre. Al día
siguiente, Edgard se levantó, fresco como una lechuga. No se
acordaba de nada. Ignoraba la mayoría de las plantas que había mencionado.
Así comenzaba
una de las historias más asombrosas de la medicina. Cayce, campesino de Kentucky,
completamente ignorante, poco inclinado a usar su don, y
que lamentaba sin cesar de no ser
«como todo el mundo», cuidará y curará, en
estado de sueño hipnótico, a más de
quince mil enfermos, debidamente homologados.
Obrero
agrícola en la granja de uno de sus tíos, después dependiente de una
librería de Hopkinsville y por último
dueño de una tiendecita de fotografía donde se propone pasar
tranquilamente sus días, hace de taumaturgo contra su voluntad. Su
amigo de la infancia,
Al Layne, y su novia Gertrudis, unirán
sus fuerzas para obligarle. Y no por
ambición, sino porque no tiene derecho
a guardarse su poder, a negarse a ayudar a los afligidos. Al Layne es un
tipo enfermizo, siempre está malo. Se arrastra. Cayce consiente en
dormirse:
describe los males y dicta los
remedios. Cuando se despierta exclama: «Esto no es posible; no conozco
la mitad de las palabras que has anotado.
¡No tomes esas drogas, es peligroso! No comprendo nada. ¡Todo esto es
cosa de magia!» Se niega a volver a ver a
Al y se encierra en su gabinete de
fotografía. Ocho días más tarde, Al llama a su puerta: jamás se ha
encontrado
tan bien. La pequeña ciudad se
conmueve; todos quieren consultarle. «No voy a ponerme a curar a la
gente porque hablo en sueños.» Acaba por aceptar, con la condición de
no ver a
los pacientes, por miedo de que, al
conocerlos, su juicio se vea
influido; con la condición de que algún médico asista a las sesiones;
con la
condición de no cobrar un céntimo y no recibir siquiera el menor regalo.
Los diagnósticos y las
prescripciones formulados en estado
hipnótico son de una precisión y sutileza tales, que los médicos están
convencidos de que se trata de un
colega disfrazado de curandero. Limita sus sesiones a dos por día. No es que
tema la fatiga, pues sale de sus
sueños muy descansado. Es que quiere seguir siendo fotógrafo. No trata
en absoluto de adquirir conocimientos
médicos. No lee nada, continúa siendo el hijo de unos
campesinos, provisto de un vago certificado de estudios. Y se rebela contra su extraña facultad.
Pero, en cuanto decide dejar de emplearla,
se queda afónico.
Un magnate
de los ferrocarriles americanos, James Andrews, acude a consultarle. Le prescribe, en
estado de hipnosis, una serie de drogas y,
entre ellas, cierta agua de
orvale. No hay manera de
encontrar este remedio. Andrews hace
publicar anuncios en las revistas médicas, sin resultado. En el curso
de otra sesión, Cayce dicta la composición de aquel agua, extremadamente complicada. Después, Andrews recibe una respuesta
de un joven médico parisiense; el padre de este
francés, que también era médico, había elaborado el agua de orvale, pero había dejado de explotarla hacía cincuenta
años. La composición era idéntica a la «soñada» por el modesto fotógrafo.
El secretario
local del Sindicato de Médicos se apasiona por el caso Cayce.
Convoca un comité de tres miembros, que asiste a todas las sesiones,
estupefacto. El Sindicato General Americano reconoce las facultades de Cayce y le
autoriza oficialmente a realizar «consultas psíquicas».
Cayce se ha
casado. Tiene un hijo de ocho años, Hugh Lynn. El niño, jugando con unas cerillas,
provoca la explosión de un depósito de magnesio. Los médicos pronostican
la ceguera total en plazo breve y recomiendan la ablación de un ojo.
Aterrorizado, Cayce se sume en uno de sus sueños. En estado hipnótico, se
pronuncia contra la ablación y prescribe quince días de aplicación de compresas
de ácido tánico. Según los especialistas es una locura. Y Cayce, presa de
los mayores tormentos, apenas se atreve a desoír sus consejos. Al cabo de
quince días, Hugh Lynn está curado.
Un día,
después de una consulta, sigue dormido y dicta, una tras otra, cuatro
recetas muy precisas. No se sabe a quién pueden referirse, y es que han sido formuladas por
anticipado para los cuatro próximos enfermos.
En el curso
de una sesión, prescribe un medicamento al que llama «Codirón» y da
la dirección de un laboratorio de Chicago. Llaman por teléfono. «¿Cómo
pueden haber oído hablar del "Codirón"? Todavía no ha sido
puesto a la venta. Precisamente acabamos de realizar la fórmula y de ponerle
el nombre.»
Cayce,
aquejado de una enfermedad incurable que sólo él conoce, muere el día y
a la hora que había anunciado: «El cinco por la noche, estaré
definitivamente curado.» Curado del mal de ser «algo distinto».
Interrogado
durante su sueño sobre su manera de proceder, había declarado (sin acordarse de
nada al despertar, como de costumbre) que se hallaba en condiciones de ponerse en contacto con
cualquier cerebro humano viviente y de utilizar las informaciones contenidas
en aquel o en aquellos cerebros para dar el diagnóstico y el tratamiento de los casos que se le presentaban. Era
tal vez una inteligencia diferente la
que entonces se animaba en Cayce, y que utilizaba todos los
conocimientos de la Humanidad, como se utiliza una biblioteca, pero casi instantáneamente, o al menos a la velocidad de la
luz o de la electromagnética. Pero
nada nos permite explicar el caso de Edgard Cayce, de esta manera o de otra. Lo
único que se sabe cierto es que un
fotógrafo de pueblo, sin curiosidad ni cultura, podía ponerse, a voluntad, en un estado en que su espíritu funcionaba como el de
un médico genial, o mejor, como todos
los espíritus de todos los médicos
juntos.
link de la imagen:
1. Vid. la
obra de Joseph Millard sobre Cayce, no traducida, Copyright Cayce Foundation, y el estudio de
John W. Campbell en Astounding S. F., de marzo de 1957, y Thomas
Sugrue, Edgard Cayce Dell Book.
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