Estimado visitante:
Hasta cuanto se debe perdonar ?
La
vendeta
Cuento
de Guy de Maupassant
La
viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en
una pobre casita de los alrededores de Bonifacio. La población, construida en un
saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el estrecho
erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro
lado, la rodea casi enteramente una cortadura de la costa que parece un
gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las lanchas pescadoras italianas
o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio.
Sobre
la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como
nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso
terrible en que no se aventuran los barcos grandes.
El
viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete
por el estrecho, cuyos dos bordes destruye.
La
casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de
la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y
desolado.
Allí
vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la raza de los
perros de ganado, y que servía al joven para cazar.
Una
tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue
muerto a traición de una puñalada por Nicolás Rovalati, que aquella misma noche huyó a
Cerdeña.
Cuando
la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no
lloró, pero se quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el
cadáver y juró vengarlo.
No
quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró
acompañada de la perra, que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del
lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el cuerpo de su hijo, con la mirada
fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo.
El
joven estaba tendido de espaldas, vestido con su chaqueta de paño grueso, que se
veía desgarrada en el pecho: parecía dormir, pero se veía sangre por todas
partes: sobre la camisa rota para la primera cura, en el chaleco, en el
pantalón, en la cara, en las manos; cuajarones de sangre se le habían quedado
entre la barba y los cabellos.
La
madre se puso a hablarle; al oír su voz la perra se calló.
-Yo
te vengaré, hijo mío; duerme, duerme, descansa, que serás vengado, ¿entiendes?
¡Tu madre te lo promete! Y ya sabes que cumple siempre sus
promesas.
Después
se inclinó sobre él, poniendo sus labios fríos sobre los labios del muerto.
Entonces "Vigilante" se puso a dar unos aullidos largos, desgarradores,
horribles.
Así
siguieron los dos, la mujer y el animal, hasta por la mañana que enterraron a
Antonio Savarini, y ya nadie se acordó de aquello en
Bonifacio.
*
No
había dejado ni hermanos, ni primos, ni ningún pariente que pudiera vengarlo;
sólo su madre. Así pensaba la anciana, mirando sin cesar un punto blanco de la
costa, que era un pueblecillo sardo, llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos. Éstos
poblaban aquella aldea delante de las costas de su patria, y allí esperaban el
momento de volver. En aquella aldea se había refugiado Nicolás Rovalati.
Siempre
sola y sentada delante de la ventana, la anciana pensaba en su venganza. ¿Cómo
la llevaría a cabo, enferma y casi al pie del sepulcro? Pero lo había prometido,
lo había jurado al cadáver; no podía olvidarlo y no podía esperar. ¿Qué haría?
No dormía ninguna noche, ni tenía sosiego ni reposo. La perra, echada a sus
pies, la miraba, y a veces levantaba la cabeza y ladraba. Desde que su amo no
estaba allí, no hacía otra cosa.
Una
noche que "Vigilante" parecía llamar a su amo, la anciana tuvo una idea salvaje,
vengativa, feroz; lo meditó hasta la mañana, y cuando fue de día se fue a la
iglesia. Allí, de rodillas, pidió a Dios que la ayudara y sostuviera, dándole
fuerzas para vengar a su hijo.
Volvió
a su casa y ató a la perra con una cadena; el animal aulló todo el día y toda la
noche, y la anciana sólo le dio agua, nada más que agua.
Pasó
el día, y la perra, extenuada, dormía; por la mañana tenía los ojos relucientes,
el pelo erizado, y tiraba sin cesar de la cadena.
La
anciana no le dio de comer, y la perra, furiosa, ladraba sin cesar, y así pasó
otro día y otra noche; a la mañana siguiente, la Savarini fue a casa de un vecino a rogar que le dieran un
costal de paja. Cogió un traje viejo que había sido de su marido, lo rellenó
hasta que pareció ser un cuerpo humano, y luego lo clavó en un palo delante del
sitio donde la perra estaba encadenada. Después le puso una cabeza de
trapos.
La
perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja y callaba, aunque la devoraba el
hambre.
Entonces
la vieja se fue a buscar en casa del carnicero un gran pedazo de morcilla negra,
volvió a su casa y la puso a asar. "Vigilante", enloquecida, estaba echando
espuma con los ojos fijos sobre el embutido.
La
vieja hizo con el asado una corbata al hombre de paja, y se la ató bien fuerte;
después soltó a la perra.
De
un salto formidable, el animal alcanzó la garganta del maniquí, y con las patas
sobre los hombros se puso a desgarrarlo. Cuando arrancaba un pedazo se bajaba y
se lanzaba luego por otro, metiendo su hocico entre las cuerdas y arrancando los
pedazos de morcilla.
La
vieja, inmóvil, miraba con los ojos brillantes; después volvió a atar a la
perra, la hizo ayunar otros dos días y volvió a repetir aquel extraño
ejercicio.
Durante
tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquella comida
conquistada a mordiscos. Ya no la ataba; pero con un gesto la hacía lanzarse
sobre el maniquí. Le había enseñado a desgarrarlo, a devorarlo, hasta cuando no
tenía la comida en el cuello. Luego le daba como recompensa la morcilla
asada.
Desde
que veía al maniquí, "Vigilante" se estremecía y miraba a su ama, que le
decía:
-¡Anda!
-con una voz aguda y levantando el dedo.
Cuando
lo juzgó oportuno, la Savarini confesó y comulgó un
domingo con mucha devoción, y luego se puso un traje de hombre y se embarcó en
la barca de un pescador, que la condujo al otro lado de la costa, acompañada de
su perra.
Llevaba
en un saco un gran pedazo de asado que le hacía oler a la perra, la cual hacía
dos días que ayunaba.
Entraron
en Longosardo, y acercándose a una panadería, preguntó
por la casa de Nicolás Rovalati. Éste, que era de
oficio zapatero, trabajaba en un rincón de su tienda.
La
vieja empujó la puerta y dijo:
-¡Eh,
Nicolás!
Él
se volvió, y entonces, soltando la perra, dijo:
-¡Anda!
¡Anda! ¡Come! ¡Come!
El
animal, enloquecido, se lanzó y lo mordió en la garganta. El hombre tendió los
brazos y rodó por tierra; durante algunos segundos se retorció, golpeando el
suelo con los pies; después quedó inmóvil, mientras "Vigilante" le apretaba el
cuello, que luego arrancaba en pedazos.
Dos
vecinos recordaron después haber visto salir de la casa del muerto a un pobre
viejo con un perro que comía unos pedazos negros que le daba su
amo.
Por
la tarde la vieja volvió a su casa, y aquella noche durmió muy
bien
Referencia: Vendetta de Maupassant |
Haz el bien sin mirar a quien Cuento de Ricardo Palma A cinco leguas de Arequipa encuéntrase el pueblo de Quequeña, donde el 6 enero de 1737 celebrábase con la animación que hasta hoy se acostumbra la fiesta de los Reyes Magos. Los habitantes de la ciudad del Misti habíanse dado cita para la alameda que une Quequeña con el por entonces caserío de Yarabamba, espaciosa alameda formada por corpulentos sauces plantados con regularidad de diez en diez varas. Después de la procesión y demás ceremonias de iglesia que dejaban al señor cura de Quequeña gran cosecha de duros, ocupáronse los concurrentes en visitar los puestos de vendimia, improvisados bajo los sauces, donde era preciso rendir culto al sabroso picante y a la confortadora chicha de maíz, que en ocasiones dadas ha sabido hacer de los arequipeños heroicos leones. Afírmanme que de pocos años acá ha perdido la chicha de Arequipa sus antiguas virtudes, aseveración que yo tengo mis motivos para poner en duda. Bajo una gran ramada tenían establecidos sus reales el chogñi López, que era a la sazón el chichero de mayor fama en diez leguas a la redonda, como que diz que elaboraba la chicha más buscapleitos que se ha conocido en los arrabales de Santa Marta y San Lázaro, desde los tiempos de Pedro Anzures de Camporredondo, el fundador de Arequipa, hasta los del general D. Pedro Canseco, muy señor mío y mi dueño. Muchos, muchísimos bebes habían consumido los parroquianos del chogñi López, cuando se presentó guitarra en mano el mejor rasgueador de Quequeña, a quien llamaban Mareos el Caroso. Recibiéronle con algazara magna, formose rueda, y Andrés Moreno, guapo muchacho de veinticuatro años, sacó a bailar a Fortunata Sotomayor la Catiri, que era una chica de diez y ocho eneros, con más garbo que una reina y con más ángel en la cara que un retablo de Navidad. La pareja era de lo que se llamaba tal para cual; y no era preciso ser lince para barruntar que Dios los crió el uno para la otra, como al ave para la cazuela. Cuando terminaron de bailar fue unánime el palmoteo; que la verdad sea dicha, él y ella zapatearon y escobillaron con muchísimo primor. Entre los que formaban corro hallábase Perico Moreira el Chiro, mocetón de treinta años, de atléticas formas y de aviesa mirada, el cual hacía tiempo que andaba bebiendo los vientos por Fortunata, que ni pizca de caso hacia de él, encalabrinada como estaba por Andrés Moreno, del cual (según dicho de una beata de Quequeña, hembra de lengua de escorpión) traía ya la muchacha prenda dentro del cuerpo. Aquel día subieron de punto los celos de Perico, que no había andado corto en apurar bebes; «y a propósito de un mulo que atropelló al sacristán», que es un pretexto como otro cualquiera cuando lo que se busca es pretexto, armó camorra al favorecido rival, echó mano al alfiler, y de un mete y saca por todo lo alto, lo dejó redondo. El asesino, aprovechando de la general sorpresa, emprendió la carrera sin que nadie por el momento pensara en perseguirlo. Algunos minutos después el gobernador ponía en movimiento una jauría de alguaciles; y los vecinos, por su parte, procuraban también apresar al matador, pues la víctima era muchacho muy querido. Juana María Valladolid la Collota, apodo que le vino porque lo faltaban dedos en la mano, madre del infortunado Andrés Moreno, hallábase en la puerta de su humilde choza cuando un hombre, jadeante y casi exánime, se detuvo delante de ella y la dijo: «¡Por Dios! Escóndame..... Acabo de hacer una muerte y me persiguen.....» -Entre usted -le contestó sin vacilar la pobre mujer. Transcurrido poquísimo tiempo, llegaron vecinos y gente de justicia que informaron a la triste madre de su desdicha. Horrible lucha se entabló en el alma de aquella mujer. Había dado asilo al asesino de su hijo..., y sin embargo, no debía entregarlo. En esta lucha sin nombre, el sentimiento de caridad cristiana venció al de la venganza. Cuando se retiraron los vecinos, dejando a la madre entregada a su dolor, cerró ésta la puerta de la choza, y acercándose a la cama debajo de la cual estaba escondido el asesino, le dijo: -Tu muerte no me habría devuelto a mí hijo, que era mi único apoyo sobre la tierra. Entregándote a la justicia lo habría vengado; pero Dios condena la venganza. Yo te perdono, para que el Padre de las misericordias me perdone. Perico, admirando tan sublime abnegación, la dijo: -Señora, déjeme usted salir. -¿Dónde irás, desgraciado? Yo te protejo, porque la religión me ordena amparar al desamparado. Y Juana María hizo acostar a Perico en la misma cama en que la víspera había dormido su hijo. Aquella horrible noche transcurrió lenta como una eternidad para los habitantes de la choza. La madre sofocaba su llanto para no interrumpir el sueño del asesino. Éste también velaba, devorando en su alma todas las torturas del infierno. Cuando rayó la aurora, la infeliz mujer se levantó debilitada por el insomnio y el dolor, y pronunció las palabras de la salutación angélica: -¡Ave María Purísima! -¡Sin pecado concebida! -la contestó su huésped. -No te alarmes -continuó ella-: voy s a salir para traer el almuerzo. A las nueve de la noche y cuando el silencio reinaba en Quequeña, María Juana sacó de debajo de su lecho una alcancía de barro, la rompió, y en pesetas y reales contó hasta cincuenta y seis pesos. -Toma este dinero -dijo- que representa todas las economías de mi vida. Quedo sin hijo que me dé pan y sin recurso alguno; pero la Providencia no me abandonará. Con ese dinero podrás, si Dios te ampara, llegar a Chuquisaca. La hora es favorable para que te pongas en camino. El caballo en que montaba mi pobre hijo es fuerte y te servirá para la marcha. En esta alforjita tienes provisiones para el viaje. Ve con Dios. Pedro Moreira no tuvo fuerzas para pronunciar una sola palabra: dos lágrimas se desprendieron de sus ojos, y cayó de rodillas besando la mano de su santa salvadora. Dos años después un desconocido llegaba a la choza de María Juana, a quien la caridad pública se había en encargado de mantener en Quequeña, y la dijo: -Señora, Pedro Moreira me envía. Es un hombre a quien vuestra abnegación ha regenerado. Trabaja honradamente en Potosí y le sonríe la fortuna. El señor cura pondrá todos los meses en vuestras manos cincuenta y seis pesos para que os mantengáis con holgura. Guardad secreto sobre el paradero de Moreira, no sea que la justicia se imponga y mande requisitorias a Potosí. Al día siguiente hubo en Quequeña otro gran acontecimiento. El hijo de Fortunata y Andrés Moreno le fue robado a su madre. En una lluviosa tarde de 1762 desmontaban dos viajeros a la puerta de la antigua choza de Juana María, convertida en una limpia casita, habitada por la anciana y por Fortunata Sotomayor. «Quien quiso a la col, quiso a las hojas del rededor». Uno de los viajeros era un joven sacerdote, a quien el obispo de La Paz acababa de conferir las últimas órdenes sagradas. El otro era un viejo que, arrodillándose a los pies de Juana María, la dijo -Señora, si yo os arrebaté un hijo os devuelvo un nieto sacerdote. Mi arrepentimiento y mi expiación han encontrado gracia a los ojos de Dios, porque me he concedido reparar en parte el mal que os hice, arrastrado por mi mocedad y mis pasiones. Años más tarde el presbítero Manuel Moreno, cura de una importante parroquia de Arequipa, repartía por mandato de Pedro Moreira, que acababa de fallecer, la gran fortuna de éste en dotes de a cinco mil pesos entre doncellas menesterosas. Los descendientes de los matrimonios que dotó y celebró el cura Moreno bendicen la memoria de Pedro Moreira el Chiro y de Juana María Valladolid la Collota. |
Link de la vendeta;
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/vendetta.htm
Link de Haz el bien sin mirar a quien:
http://es.wikisource.org/wiki/Haz_bien_sin_mirar_a_quien_%28Ricardo_Palma%29
Link de la magen:
https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEigu92lsHrbFQCYG1H4B5n5hZ55Jl0DEVfowdTcGrGZ5X3UJdbW-tV-UjEWC9Azzq-VJjDEUMgK4lFwk8nef1lSfRERD9MPj5mPIGq1RyDU_-bjVUg7iCDif-FwjOvvKENWh8F3s0_gkC8/s400/El+perdon.jpg
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/vendetta.htm
Link de Haz el bien sin mirar a quien:
http://es.wikisource.org/wiki/Haz_bien_sin_mirar_a_quien_%28Ricardo_Palma%29
Link de la magen:
https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEigu92lsHrbFQCYG1H4B5n5hZ55Jl0DEVfowdTcGrGZ5X3UJdbW-tV-UjEWC9Azzq-VJjDEUMgK4lFwk8nef1lSfRERD9MPj5mPIGq1RyDU_-bjVUg7iCDif-FwjOvvKENWh8F3s0_gkC8/s400/El+perdon.jpg
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